La suma de las desgracias

Violeta Cosmano Sánchez
5 min readJun 5, 2021

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Sábado 15 de febrero del 2020, fecha que mi novio tendrá tatuada para siempre en su mente, para recordar que, cuando digo que algo es peligroso, lo digo realmente en serio. Pero antes, vamos a poner un poco de contexto. Para abril de 2019 ambos teníamos un trabajo y la decisión no fue muy difícil de tomar: ahorraríamos para viajar. El debate del destino empezó pretencioso y con el copete bien alto. Primero algunos países de Europa, pero el Euro estaba caro y, además, iba a hacer mucho frío porque sólo podíamos ir en el verano Latino — las bendiciones del trabajo en relación de dependencia -. Después fue Cancún, pero los pasajes tenían precios demenciales que no bajaban ni a escopetazos. Barajamos la Isla de San Andrés, pero eran demasiadas escalas y pasábamos más tiempo en el aire que en tierra. Por descarte, terminamos eligiendo Río de Janeiro, por más que yo venía muy decidida con que no quería volver a Brasil. Es un país salvaje, impredecible y con un ritmo que puede llegar a alterarte más que la vida misma. Pero en vistas de que estábamos emputecidos con la idea de hacer un viaje internacional, pasamos la Master y sacamos dos tickets con destino a la Cidade Maravilhosa.

Obvio, una vez que comentamos a donde nos íbamos de vacaciones, los consejos y recomendaciones no tardaron en llegar: “suban al Cristo a tal hora”, “vayan a comer a tal restaurante”, “conozcan esta playa”. Pero también se hicieron escuchar un sin fin de advertencias: “cuidado con los robos”, “atentos con los mosquitos”, “ojo con la cadena de frío, los lácteos dan diarrea”, etcétera, etcétera. Por supuesto, mi ansiedad anticipatoria ya había barajado todos los escenarios posibles para que las cosas salieran mal y se aseguró de cubrir cada flanco con chances de ser atacado. Navegué por todos los sitios web de viajes en busca del barrio con menos inseguridad de todo Río (y que pudiésemos pagar), saqué los seguros de salud, armé un mapa online con: los lugares a visitar, restaurantes, supermercados, farmacias y shoppings, y para octubre ambos estábamos vacunados contra la fiebre amarilla. Todo marchaba bien para Milhouse.

Llegó febrero y con él, la fecha de partida. Arribamos a Río de noche, agotados y con todos los negocios cerrados. Ya las cosas intentaban salirse de su eje. Teníamos que comprar reales porque los primeros cinco días los pasábamos en una isla que a duras penas tenía un sistema relativamente estable de luz, no podíamos esperar que tuviese cambio de moneda extranjera. No obstante, a la mañana siguiente, a contrarreloj, pudimos hacer la transacción antes de subirnos al micro que nos llevaría con destino a Angra dos Reis. Llegamos a Ilha Grande con un clima espectacular, pasamos unos días fenomenales, hicimos de todo y, por supuesto y como corresponde, lloré todo el viaje en barco de vuelta a tierra firme, porque dramática y porque me había enamorado de esa isla paradisíaca.

En un portugues bastante flojo de papeles, di aviso al dueño del Airbnb que estábamos llegando, pero ni siquiera se molestó en aparecer, le dejó la llave a Ruben, el portero. Una vez dentro del departamento, confirmado que no era una tapera ni nos habían cagado, tiramos las mochilas, agarramos unos billetes y salimos corriendo al supermercado, a pesar del cansancio con el que veníamos. Compramos lo suficiente como para sobrevivir, pero nos dimos algunos gustitos dignos de dos pendejos un poco sobrados de plata: chocolates y cerveza, la cosa sana. Cenamos en un Burger King que, fascinados, habíamos descubierto a la vuelta de donde nos estábamos alojando. Era el día de San Valentín y estábamos de la mano, comiendo chatarra y tomando Pepsi Twist, la vida nos sonreía.

Sábado 15 de febrero, fecha que mi novio tendrá tatuada para siempre en su mente, para recordar que, cuando digo que algo es peligroso, lo digo realmente en serio. Era el primer día de playa en la gran ciudad y todo venía resultando bastante caótico, pero la remábamos, le pusimos onda y sonrisa. Nos instalamos en algún Posto, no recuerdo el número pero da lo mismo, y nos metimos al mar. En ese momento, me llamaron la atención dos cosas: la fuerza de la corriente reentrante y la cantidad de agua que traían las olas. Nunca me dio miedo el mar, pero siempre le tuve mucho respeto porque es lo que me enseñaron mis viejos de chica. Si te confias demasiado, puede ser muy traicionero. Después de almorzar, mi novio, el niño eterno, quería volver a meterse al mar. A mi la verdad no me llamaba la idea, quería hacer la digestión como los viejos, a la sombra y con cara de molestia. Se fue solo, pero antes, le pedí que por favor tuviera cuidado. Me hizo una mueca de burla y se fue trotando, porque la arena quemaba. Volvió a los pocos minutos y yo, mirando el horizonte cual vigía, no le di mucha bola, hasta que me dijo “creo que me disloque el hombro”. Todavía recuerdo el frío que me recorrió por la espalda cuando vi como le había crecido un huevo gigante sobre la clavícula. “Me agarró una ola de atrás y me tiró contra la costa”. Era evidente que no me había escuchado, además de que a quien carajo se le ocurre salir del mar sin mirar si viene una ola tsunámica para acabar con tu vida y todo lo conocido. Lo único que atiné fue a acordarme que allá los guardavidas saben mucho de primeros auxilios, así que lo mande para la caseta más cercana, mientras intentaba procesar lo que estaba pasando. La cabeza se me había trabado completamente, no contemplaba ni de cerca la posibilidad de un accidente de estas características.

Terminamos llenos de arena, húmedos, con los ojos desencajados y a los gritos, arriba de un taxi. Como pudimos, en un invento de idioma, señalando la pantalla del celular como simios, le explicamos al chofer que teníamos que ir al Policlínico de Botafogo. Cargando dos mochilas, en ojotas y con un intento de novio semi desnudo con un pareo sosteniéndole el brazo, me recepcionaron y derivaron a traumatología. Después de varias radiografías y una charla futbolística de por medio, que River, el Flamengo y el Gabigol, como para distender, el médico nos dice que hay lesión pero que podemos continuar el viaje sin problemas. Eso sí, teníamos que gatillar una férula carísima en una ortopedia que, por supuesto, no abriría hasta el lunes.

A partir de ahí, el viaje cambió totalmente y todavía le quedaban diez días. Todo lo que era divisible por dos, pasó a multiplicarse, porque no contento con ser un poco tarado, además se había jodido el brazo hábil, así que tenía que hasta untarle las tostadas. Por suerte, aprendió a ir al baño con la mano contraria, sino ya ahí era una invitación a tirarse de palomita desde el Cristo Redentor. Pudimos seguir, haciendo uso de nuestras capacidades anfibias de adaptación ante la adversidad, y recorrimos casi todos los lugares que estaban en nuestra lista. Eso sí, todo nos llevaba un poco más de tiempo y, entre el idioma y las limitaciones motrices, parecíamos una pareja de jubilados. Volvimos a Buenos Aires más cansados de lo que nos habíamos ido, con una lista de especialistas para visitar, que concluyeron que había que meter clavos por todos lados. Pero para coronar toda la situación, porque todo lo anterior no había sido paliza suficiente, el día que entró al quirófano, la OMS anunciaba el comienzo de la pandemia del Coronavirus.

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Violeta Cosmano Sánchez

Tengo talento para contar cosas y un poco me la creo, así que vine acá a probar suerte | Escribo para mi, para vos y para otres, bienvenide.